miércoles, 11 de noviembre de 2015

“Sin izquierda, ¿qué nos queda?”: Pues ese lugar “antaño llamado izquierda”

“Sin izquierda, ¿qué nos queda?”: Pues ese lugar “antaño llamado izquierda”



“Sin izquierda, ¿qué nos queda?”, se pregunta el profesor Marcos Roitman Rosenmann en un artículo publicado recientemente en el digital el diario mexicano La Jornada.
Como se puede suponer, el texto es una dura crítica contra esas nuevas estrategias políticas, impulsadas desde nuevos partidos políticos como PODEMOS, que tratan de evitar a toda costa ser catalogadas como “izquierda”. “El triunfo cultural del neoliberalismo consiste en defenestrar a la izquierda en pro de un vacío ideológico que no cuestione la economía de mercado. Los partidos emergentes son sus mejores representantes“, afirma el profesor, tras previamente haberse preguntado y, en el propio artículo, respondido, ”¿Cómo hemos llegado a tal nivel de mediocridad teórica y analítica?“, con un tono que verdaderamente es muy propio de ese tipo de argumentos que podemos definir como de “izquierda clásica”, encantada siempre de haberse conocido e incapaz de debatir más que consigo misma sin que palabras como “mediocridad” o similares salgan a relucir a la mínima oportunidad.
No necesitamos convencer a los ya convencidos
El planteamiento del profesor para explicar tal hecho es, en global, no obstante, acertado: el neoliberalismo se ha impuesto en el mundo como sistema político-económico dominante y como sistema de pensamiento, como proyecto económico civilizatorio y “globalizador” y como proyecto de vida para las personas que habitan en los países capitalistas. Con ello la izquierda quedó arrinconada y emergieron las voces que, en el mejor de los casos, como los “nuevos partidos emergentes”, la niegan como ideología que los representa, y, en el peor, desde el pensamiento más de derechas que se hizo hegemónico en el mundo intelectual tras 1989, la dan por muerta y por enterrada en la historia. Todo muy lúcido y correcto a lo largo de prácticamente todo el artículo y sus argumentos, salvo por un detalle: que habla de la izquierda y de la realidad de la izquierda, pero se olvida de aquellos y aquellas a los que la izquierda tiene que convencer para que la izquierda siga siendo algo en la historia: el pueblo, la gente, las clases populares, las clases trabajadoras, las clases subalternas, el proletariado, o como se le quiera llamar.
El discurso del profesor Roitman Rosenmann, eso no se puede negar, es un discurso excelente para reafirmar a los ya convencidos previamente en sus ideas de izquierdas, esto es, un discurso y un razonamiento excelente para un público de consumo interno, motivador en sus formas, argumentos y conclusiones para quienes ya vemos y vivimos el mundo desde los valores y las prácticas tradicionales de la izquierda, desde la militancia de izquierdas en el sentido tradicional, todo un subidón de moral para quienes nos seguimos emocionando con los símbolos y la fraseología de la izquierda revolucionaria tradicional. Un excelente artículo para llamar a “filas” a todos esos y esas que sabemos que el Ché es algo más que una foto en una camiseta, que Venezuela no es una dictadura y sí un proceso político que ha sido capaz de devolver al pueblo lo que los gobiernos anteriores le habían robado: recursos económicos comunes y dignidad, que Cuba es ejemplo de respeto a los derechos humanos en el mundo y la nación más solidaria de la tierra, que el capitalismo es un sistema criminal y asesino que es imposible reformar y que para superarlo solo cabe sustituirlo por otro que acabe con las injusticias sociales y la desigualdad entre pueblos y naciones, etc., etc., pero ¿lo es también para convencer más allá de ese espacio?. Lo dudo mucho. Y el problema es que en ese espacio de la “izquierda” convencida cada vez somos menos.
Si lo que el artículo nos quiere hacer ver es que el capitalismo tiene entre sus objetivos centrales derrotar y desmontar ideológicamente a la izquierda, llega tarde: a) es una obviedad (creo que alguien lo llamó, para intentar contrarrestarlo, “la batalla de las ideas”), y b) aunque nos cueste aceptarlo, la realidad es que, de facto, ya lo ha conseguido en casi la totalidad del mundo (a excepción de una mayoría de países de América Latina y algunas zonas de Asia). Más que preguntarnos eso de “sin izquierda, ¿qué nos queda?“, deberíamos mejor preguntarnos, pues, viendo cómo está el panorama político e ideológico en la práctica de nuestras sociedades actuales y siendo honestos con nosotros mismos, algo así como ¿en la izquierda qué nos queda? o ¿a la izquierda qué le queda? Porque la verdad es que en la izquierda nos queda ya poco apoyo social  -y mucha menos militancia, que es lo peor- y a la izquierda, en general, casi que ya solo le queda hablar de sí misma y para sí misma recordándose continuamente lo maravillosa que es, las muchas batallas que ha sido capaz de dar -e incluso de ganar- en el pasado al capitalismo y, por supuesto, lo muy altamente necesaria que se hace su existencia en la vida política y social actual, porque más de eso parece que es incapaz de hacer sin ser consumida por su propia realidad en el intento.
La izquierda no es vista como una secta, sino como una herejía
No, ser de izquierdas no se identifica hoy, tal y como dice el profesor en su texto, con ser un fundamentalista, ni tampoco, como también afirma, al que se dice de izquierdas se lo identifica como “devoto de una religión cuyos rituales trasnochados provocan rechazo” y, por tanto, como si formaran parte de una “secta”. Es justo a la inversa.
Lo que se ha convertido en una religión es el capitalismo, el consumismo-capitalismo para ser más exactos, los fundamentalistas son aquellos que lo defienden a ultranza, contra viento y marea, incluso aunque se estén viendo afectados negativamente por sus efectos reales en la vida de las personas, una religión que ha convertido en devotos seguidores, por la fuerza de los hechos, a la inmensa mayoría de las personas que viven en nuestras sociedades, y, por tanto, la izquierda y sus seguidores, lejos de ser una secta, son una herejía: de ahí su rechazo generalizado. Para el devoto de una fe, para el que ha convertido lo que se desprende de dicha fe como principios morales en el referente central de su acción moral para el desarrollo de su vida, para el que ha convertido los dogmas de una fe en un código de sentido para su propia vida, para el que ha hecho del seguimiento a los valores que son propios de una religión una forma de vida que le dota de identidad y lo constituye como persona dentro de una sociedad, no hay nada peor que la exaltación, frente a él, de una herejía, es decir, de las ideas contrarias a los dogmas que son propios de su doctrina religiosa de referencias y que son rechazadas por las autoridades religiosas pertinentes.
Así es como se ve, pues, de forma mayoritaria, a la izquierda clásica revolucionaria en esta sociedad nuestra: como afirmación o posición contraria a los principios y las reglas establecidos y aceptados comúnmente por la mayoría, como una “anti-identidad” que atenta contra el normal desarrollo de la sociedad, como algo que choca de pleno con la manera que la inmensa mayoría de personas tienen de ver e interpretar el mundo y sus propias vidas. No se rechaza a la izquierda por ser vista como una “secta”, o, mejor dicho, no solo por ello y no por ello principalmente, sino por ser una herejía que atenta directamente contra la religión capitalista hegemónica. Y, como es propio de toda religión, se la rechaza además, desde la fe en la “religión verdadera”, de manera absolutamente irracional y acrítica. Y ese es precisamente el problema que el profesor Roitman Rosenmann, como muchos otros, parecen no ser capaces de llegar a comprender en toda su extensión, por las limitaciones insalvables que implica para su propio crecimiento como espacio ideológico de masas, capaz de ser alternativa real al sistema político y económico dominante, si lo que se pretende es subvertir ese orden de cosas mediante el recurso a lo mismo que la gente rechaza irracionalmente. ¿O a alguien se le ocurriría pensar en cambiar la política de Marruecos o Arabia Saudí, o de cualquier país cristiano fundamentalista, recurriendo al satanismo como arma política para conseguirlo?
Asumir la derrota de la izquierda como inicio de la reconstrucción de la izquierda
Lo dice el mismo artículo. “La razón neoliberal impuso su narrativa, su lenguaje, sus íconos y sus mitos (…) Las mentes se acoplaron a los nuevos retos del neoliberalismo. El individuo exaltado y elevado a la condición de dios no tendrá límites, su poder es ahora infinito. Para ello debe sentirse dueño de sí mismo: en una palabra, empoderarse. Pero, no para configurar un proyecto colectivo como lo entendía Paulo Freire, tomar conciencia de la pedagogía del oprimido“. Esto es, el consumismo y el neoliberalismo han conquistado el mundo, y, más importante, han colonizado las mentes de las personas. ¿Alguien se atrevería a negarlo? Y, lo que es todavía peor, han hecho tal conquista de tal manera que han constituido un “hombre nuevo” capitalista incapaz de pensar, por su propia socialización, más allá de las defensa de sus intereses particulares y para quien tomar conciencia de la necesidad de llevar a cambio cambios en el sistema, de manera colectiva, que acabe con las injusticias sociales, el dolor y el sufrimiento que tal sistema genera, es poco menos que una fantasía morbosa y perversa prohibida siquiera de imaginar. Estoy tan de acuerdo en ello que solo me cabe preguntar, ¿es realmente posible creer que tal realidad no tenga ninguna consecuencia política e ideológica para la izquierda en su manera de concebirse a sí misma?
La mayoría de las personas que forman parte de las clases dominadas y no privilegiadas de la sociedad, para salir de su situación actual -en muchos casos marcada por el desempleo, el hambre, la pobreza, la falta de expectativas de futuro, etc.), no sueña con la revolución, sueña con que le toque la lotería, con que le salga un hijo futbolista que lo haga millonario o con ganar Gran Hermano y hacerse famoso/a, esa es la realidad, mal que nos pese. Los valores sociales dominantes, aquellos por los que la mayoría de personas mueven sus vidas, son un espacio vetado para la izquierda. Lo que promueve el capitalismo, y la gente ha convertido, a través de sí mismos, en una forma de vida, es justamente lo contrario que define a la izquierda en sus valores y su razón de ser: el individualismo frente a lo comunitario, el egoísmo frente a la solidaridad, la competencia social como “deporte” de masas frente a la cooperación mutua, el triunfo de la estética moral frente a la ética, la lógica de las apariencias frente a la integridad de la persona por el simple hecho de ser persona, el triunfo del “tener” frente a la puesta en valor del “ser”, etc. No digo nada nuevo que no conozcamos de sobra ya entre quienes nos consideramos de izquierdas. ¿Cabe pensar, entonces, que la izquierda puede luchar contra todo ello, para convertirse en un proyecto político de masas, sin reinventarse a sí misma?, ¿sin tener la capacidad de adaptarse, incluso negándose a sí misma como San Pedro negó a Jesucristo, a ese escenario tan propio de nuestras sociedades consumistas-capitalistas europeas?
Porque es este un tiempo histórico el nuestro en el que, eso es seguro, y así debemos asumirlo si queremos realmente aspirar a un cambio social verdadero, al menos en Europa y otros espacios del mundo occidental (América Latina al margen), el viejo pensamiento de ese lugar antaño llamado izquierda, como lo viene definiendo habitualmente el intelectual español Juan Carlos Monedero, ha sido derrotado, en su capacidad para constituirse como “sentido común”, como norma de sentido capaz de ser atractiva para las mayorías sociales, por la imposición hegemónica del consumismo-capitalismo como hermenéutica de sentido generalizada, así como del proyecto neoliberal en su calidad de fundamento político, económico, sociológico, antropológico e intelectual de las sociedades occidentales de nuestros días. Un tiempo, por tanto, en el que para lograr convertir esa indignación política, ese cabreo con los partidos tradicionales y con las consecuencias que las políticas neoliberales están teniendo en la vida de las personas, ese alejamiento del sistema político tradicional que se expresa en la vida de un número cada vez mayor de personas, en apoyos sociales para un cambio político, debemos necesariamente superar los viejos esquemas teleológicos y mecanicistas que en el pasado han sido propios de la tradición intelectual y política de la izquierda revolucionaria clásica, asumiendo nuestra propia derrota histórica y construyendo, desde ahí, nuevos proyectos de futuro capaces de revertir tal situación, e impidiendo con ello que el sistema se apropie dicho descontento para sí mismo, con opciones tipo Ciudadanos o similar, y lo inserte dentro de sus límites hasta reabsorberlo plenamente e inutilizarlo como motor del cambio social. Ese es el tiempo que nos ha toca vivir ahora a la izquierda europea.
Un tiempo en el que la política es, sobre todo, un espectáculo, sometida a -y movida por- las reglas de la lógica de la sociedad del espectáculo, convertida, de facto, en un campo de disputa por los sentidos y los significados de los hechos que van aconteciendo en la realidad y las palabras que los definen políticamente, y así, finalmente, expresión de un conflicto permanente por, precisamente, tratar de anular, a favor de unos determinados intereses, las consecuencias negativas que para un determinado actor político pueda tener el desarrollo de ese conflicto, mediante la imposición de una hegemonía ideológica que diga a los que sufren en sus carnes esas consecuencias que, en el fondo, no hay otra alternativa -en el mejor de los casos-, o directamente que todo se hace por su bien -en el peor-. Y esa batalla política determinante, sin la cual hoy en día es imposible entender el funcionamiento de la política en nuestras sociedades consumistas-capitalistas, sin cuya disputa es además imposible avanzar posiciones con vistas a ganar unas elecciones -pues tal avance es consecuencia de las victorias que seas capaz de lograr en ella-, una batalla, pues, que es fundamental e imposible de evitar en estos tiempos actuales si se quiere hacer política y tener algo de opciones de tener éxito en favor de tus intereses políticos en el intento, la izquierda clásica, que se ha negado siempre a darle la importancia real que tiene, la ha perdido hace mucho, entre otras cosas por no haberse presentado a ella cuando ha podido y debido hacerlo, sin posibilidad alguna de recuperarse en lo inmediato. Esa batalla que es la famosa “batalla de las ideas” de la que hablara Fidel, pero desde el propio interior de la “bestia” capitalista.
La privatización de la existencia que es hoy en día santo y seña de nuestras sociedades, según la definición que de tal concepto nos da Castoriadis, es decir, el repliegue de las personas a su ámbito privado y su olvido de lo público, la vida entendida como defensa de los intereses particulares de cada cual en relación a los valores que son propios del sistema de sentido dominante y desprendida de la lucha por la defensa de los valores comunes y colectivos en el espacio de la res-pública, no solo ha conseguido hegemonizar el dominio político y económico del capitalismo, sino, de forma necesariamente colateral, ha derrotado a la izquierda y su pensamiento clásico. Es imposible que el pensamiento de la izquierda tradicional pueda germinar, sin reformularse y adaptarse a los nuevos tiempos existentes especialmente desde la caída del muro en 1989 (con la excepción de algunos países de América Latina),  sobre un terreno así, tan fértil para el capitalismo y tan inerte para los valores tradicionales de la izquierda. No podemos sembrar patatas en el desierto y esperar, con un plato en la mano y saliva en la boca a causa de estar imaginando tales patatas en tal plato, a que crezcan para comerlas. No crecerán y nos matará el hambre.
Si queremos recuperar esa izquierda de la que muchos estamos orgullosos de pertenecer, no podemos obviar tal situación. La izquierda revolucionaria clásica no tiene espacio en la cabeza de la inmensa mayoría de la gente “común”, ni del trabajador común, eso es un hecho, se podrá negar, pero es un hecho. Simplemente ha sido derrotada y hay que reconstruirla para poder empezar una nueva batalla, pero no se hará mediante el “olvido de lo obvio”. La izquierda clásica, con su discurso clásico, sus símbolos clásicos y su lenguaje clásico, ha sido expulsada “más allá de los márgenes” del sistema, del “sentido común” de la gente y choca de manera radical con la forma mayoritaria que los trabajadores/as de hoy tienen de ver la realidad social, el mundo y sus propias vidas. No es que se haya perdido la “conciencia de clase”, es que la única conciencia que las clases populares son capaces de reconocer como “normalizada”, como portadora de la defensa de sus intereses individuales, es la “conciencia del enemigo”. Y no es porque los trabajadores/trabajadoras haya sido engañados y debamos despertarlos de su engaño, es que han construido toda su vida en torno a lo que de los valores consumistas-capitalistas se desprende. Hegemonía cultural del capitalismo llevada a su máxima expresión como camino de sentido para la vida de las personas.
Ganar las elecciones no es tomar el poder, pero es un primer paso necesario
Es nuestro deber, no obstante seguir haciendo política y análisis políticos desde fuera de esos márgenes, mentales y materiales, ideológicos y de reglas para el desarrollo de la “arena política”, que el propio sistema ha impuesto como “norma de sentido” para la vida de las personas y como tablero de “juego político”, pero si lo hacemos para lo que está igualmente fuera de esos márgenes (es decir, para nosotros y los que ya piensan como nosotros), solo estaremos confirmando nuestra derrota definitiva, aunque creamos que hacemos lo contrario. Nos ha tocado vivir un periodo jodido de la historia para la izquierda, sobre todo en Europa, y es lo que hay. Tenemos la opción de aceptarlo o no, libres somos, pero eso no cambiará la realidad: la izquierda clásica no tiene un espacio revolucionario real en una sociedad consumista-capitalista como la nuestra, todo lo más un espacio marginal perfectamente asimilado y asumido por el sistema. La izquierda no es una moda que se “lleve” o “no se lleve”, es una realidad política capaz de emocionar y movilizar a las mayorías sociales, o al menos de tener perspectivas reales de hacerlo, o no lo es. Y ahora mismo, por desgracia, en Europa, y en concreto en el estado español, no lo es, siquiera como perspectiva.
Si se quiere llegar al gobierno por las urnas, sobre la base del voto de esas mayorías sociales cuya forma de ver el mundo es, por definición, anti izquierda clásica, no nos queda otra que asumir que a la inmensa mayoría de la gente que nos rodea y a la que necesitamos para ser mayoría social, no le vas a convencer con el mismo discurso, los mismos símbolos y las mismas estrategias políticas que han aprendido a ver, que le han enseñado a ver desde los medios de comunicación y demás elementos de socialización de masas del sistema, como contrarias a sus propios intereses personales. Bien sabemos que llegar al gobierno no es llegar al poder, pero también es evidente que sin llegar al gobierno no hay manera posible de avanzar en la conquista de los objetivos políticos de la izquierda. Así que si queremos avanzar hacia esos objetivos es necesario convencer a esas mayorías sociales -que tienen la “costumbre” de votar y creer que es así como participan y toman sus propias decisiones políticas-, y eso no se hará apelando al discurso, los símbolos y las proclamas anti-capitalistas propias de la izquierda tradicional.
Y que no se me malentienda: ¿eso implica renunciar a los valores, las ideas, y los principios básicos de la izquierda?, ¿al anti-capitalismo? ¡No! Eso implica tener la capacidad de que todos esos valores que son, han sido y serán propios de la izquierda puedan abrirse paso entre las mayorías sociales, valores que son, por definición, anticapitalistas -pues sobre la base de la generalización de tales valores es imposible el funcionamiento normal del capitalismo y sería imposible su mantenimiento durante mucho tiempo-,  y esa posibilidad tiene que ver con la práctica política y la coherencia, con los hechos políticos consumados y con la capacidad de convencer, movilizar y emocionar a través de ellos, no con las etiquetas ni con los símbolos ni con las banderas históricas de la izquierda.
Por ejemplo, lo digo ya, lo de Syriza, como siga por el camino que ha tomado, resultará demoledor para los intereses de la izquierda en toda Europa, porque en los hechos, con su renuncia a hacer una política verdaderamente alternativa a lo impuesto desde la troika, aleja a la gente de esa posibilidad de hacer avanzar la izquierda sobre la base de los hechos y las políticas concretas transformadas en hechos, como, en caso contrario, de hacer las cosas bien tal gobierno, sería, por la misma razón, fabuloso para el crecimiento de la izquierda en toda Europa.
El problema, pues, no es que haya quien no se quiera llamar de izquierdas, el problema es que los que se llaman de izquierdas, o aquellos a los que la gente identifica, de una manera o de otra, con la izquierda, no estén a la altura de lo que de ellos se pueda esperar políticamente, precisamente por su relación con los valores que son, han sido y serán propios de la izquierda. Como siempre, el problema no son las etiquetas ni los símbolos, son las prácticas. No es la teoría, es la praxis. Y ahí da igual si uno se dice de izquierdas o no, si se da más o menos golpes en el pecho diciendo más o menos alto si es mucho de izquierdas, poco de izquierdas o nada de izquierdas, porque, en el fondo, en nuestros respectivos estados capitalistas-consumistas, tampoco hablamos de hacer la revolución armada y tomar al asalto el Palacio de Invierno al caer las primeras horas de la mañana, sino de ganar elecciones y, simultáneamente, de construir movimientos sociales y populares, amplios y fuertes, capaces de, llegado el caso, sostener a sus gobiernos en el poder frente a los desafíos de las derechas (como en América Latina).
Mirar al futuro desde “ese lugar antaño llamado izquierda”
Por tanto, volvamos al principio y a la pregunta del profesor Roitman Rosenmann: “sin la izquierda ¿qué nos queda?” Y respondamos: nos queda ese lugar al que muy acertadamente Juan Carlos Monedero está definiendo como “antaño llamado izquierda“, lugar desde el que debemos partir necesariamente, de sus valores y sus luchas, de sus organizaciones y sus bases sociales ya presentes -y las que puedan surgir-, para ser capaces de reconstruirlo, con inteligencia, generosidad y, sobre todo, prácticas políticas coherentes y acordes a tales valores y tales luchas históricas, hasta que ese nuevo espacio, guiado por nuestras propias acciones y prácticas políticas y sociales, pueda ser capaz de ocupar, en el nuevo escenario post-1989, exactamente el mismo espacio (o uno asimilable), y tener exactamente las mismas pretensiones de cambio social y político, que antaño ha tenido la izquierda clásica.
Aglutinar en torno a él, sobre él, las diversas demandas y reivindicaciones, vinculadas con la justicia social, la democratización de la economía y la defensa de los servicios públicos y los intereses comunes de las clases no dirigentes, que se están haciendo presentes desde diversos ámbitos en la sociedad consumista/capitalista actual. Hacer de ello partícipe a todo y toda aquel/la que se sienta identificado/a con algunas de tales premisas políticas e ideológicas, convertirlo/a en partícipe del cambio, demostrarle con hechos, y no con las inertes palabras ya enterradas por la historia sucia de la política, que hay un espacio para que puedan ser actores/actrices directos/as del cambio. Construir desde tales espacios proyectos colectivos, capaces de poner en común los problemas y dolores de la gente, que aglutinen personas y no ideologías predeterminadas que sabemos que las mayorías rechazan de manera acrítica e irracional, que muevan ilusiones, deseos y anhelos de cambio y no enfrentamientos partidistas ni disputas por el poder y los sillones para interés particular, que más que sumar multipliquen voluntades de cambio, que hagan posible, realmente, que ese lugar antaño llamado izquierda se convierta en un verdadero lugar de encuentro para los “de abajo” (proletarios, desempleados, precarios, estudiantes, amas de casa, inmigrantes sin papeles, funcionarios, profesionales liberales, hijos e hijas de los obreros que residen en los barrios marginales de nuestras ciudades, jornaleros de los campos, y todo aquel que sienta en carne las nefastas consecuencias del capitalismo), capaz de constituirse, con ello, en un espacio para impulsar el cambio social; no solo para ensanchar los márgenes del sistema, sino para cambiar el sistema por otro más justo, solidario y humanitario.
Y luego ya veremos si hay espacio, desde allí, para recuperar de su derrota, política e ideológicamente, a la izquierda clásica. América Latina es el ejemplo.  No se lo pongamos tan fácil al “enemigo”. Juguemos con sus reglas (no nos queda más remedio), juguemos en sus campos y en sus tableros, pero no juguemos a su juego en el cual ya estamos derrotados antes de empezar el juego. Gramsci-Lenin-Gramsci, que diría García Linera.
Ajedrez, boxeo, teoría de juegos y no golpes en el pecho
Asumir que el “sentido común” está en manos del “enemigo”, luchar por modificarlo o, cuando menos, llevarlo hacia posiciones más favorables a nuestros intereses políticos, convertir eso, en cuanto se pueda, en fuerza electoral y, con tal fuerza, golpear hasta derrotar en las urnas al enemigo y sacarlo del gobierno, para volver entonces luego, desde ese escenario, a construir hegemonía cultural que nos permita revalorizar lo que tal enemigo había derrotado en el pasado: los valores tradicionales de la izquierda y su influencia en la vida de las personas. Es decir, saber combinar el ajedrez, el boxeo y la teoría de juegos, todo junto.
Tener capacidad táctica para analizar la situación, planificar los movimientos a seguir con la vista puesta no el siguiente movimiento sino en el conjunto de la partida, saber detectar así las contradicciones vivientes del adversario y aprovecharlas para debilitarlo, pero con capacidad también de golpear con fuerza cuando sea necesario y, sobre todo, saber poner en marcha una estrategia capaz de maximizar nuestras ganancias políticas dado el conocimientos que ya tenemos de las estrategias políticas que ponen en liza los otros actores políticos a los que debemos enfrentarnos (y las que creamos que pueda usar en un futuro). Ese es el modelo a seguir, el modelo que han usado en América Latina desde el “Caracazo” en adelante.
A este sistema no podremos golpearlo si primero no hemos movido correctamente nuestras piezas y, a su vez, de nada servirá hacer pequeños buenos movimientos si no nos sirven para poder golpearlo en algún momento por no haber elaborado una correcta estrategia de largo plazo sobre la base de las propias estrategias conocidas que el sistema pone en juego cotidianamente. Y el sistema ha puesto en juego, nos guste más o nos guste menos, su carta de la derrota de la izquierda, es decir, el saber que la mayoría de la gente sitúa fuera de la “normalidad democrática” todo lo que tenga que ver con la izquierda revolucionaria clásica, y que en sus propias formas de vida los valores de la izquierda apenas tienen cabida. Respondamos, pues, sabiendo que el enemigo maneja esa carta entre sus manos y adelantémonos a los movimientos que sobre la misma hará para atacarnos y para defenderse.
Sin olvidar nunca, claro está, que esto de la “izquierda” va de hacer política, de poner en jaque al adversario político y de arrinconar al sistema en cuanto se pueda, es decir, de cambiar la sociedad, no de darnos golpes en el pecho.

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