domingo, 20 de julio de 2014

No somos víctimas




Dedico este artículo a mi querido Padre, Luis Mª Itoiz, en el veinte aniversario de su muerte. Con su amor, me hizo libre.

Yo he nacido dentro de una etnia indígena europea a finales del siglo XX, y he adquirido conciencia política en un conflicto entre la izquierda radikal de mi comunidad y el estado español. La violencia con la que este conflicto de intereses se ha manejado ha sido muy extrema. He escuchado tiros que mataban policías, he sentido porrazos, han detenido a mucha gente que conozco y he sido testigo de capítulos muy crudos. He tenido la suerte o la naturaleza de no ponerme en las primeras líneas de este conflicto. Y he sido espectadora de un proceso político armado por parte de ambos bandos que ha durado, ante mis narices y mi vocación crítica, más de treinta años. Esto me ha dado un poco de perspectiva, me ha hecho posicionarme en un lugar propio que sigue sin estar en las primeras líneas, un poco escorado hacia la izquierda, porque yo no soy abertzale sino anarquista baska. Y a pesar de tener claro quienes son mis herman@s, jamás he compartido el discurso de ninguna organización en concreto, porque mi discurso me lo he construido yo sola como consecuencia de lo que he vivido.
Quizás esta construcción comenzara en mi propia casa. A pesar de sentirme, por parte de madre, absolutamente baska, y por parte de padre, absolutamente de Pamplona, nunca pude sentirme abertzale. Quizás debido a que en mi casa eran del PSOE del 82, en un barrio hegemónico de Herri Batasuna. Sufrieron en parte por su adscripción política, y mi fidelidad familiar me impidió militar en las filas de aquellos que sutilmente censuraban la postura política de mis familiares, sutileza perfectamente percibida por mí, y que conseguía que mi pensamiento se expandiera, en busca de mis propias respuestas a un entorno lleno de estímulos políticos y con mucha homogeneidad de pensamiento. Siempre tuve claro, al menos desde los 12 años con el fiasco de la OTAN, que del PSOE no me fiaba y que la derecha todavía hedía, y que yo pertenecía a las clases populares baskas.
Siempre, ahora todavía, he sentido una fidelidad de clase, con el Movimiento de Liberación Nacional Basko, he coreado muchas consignas y todavía a día de hoy acudo a muchas de sus convocatorias. Es para mí uno de los agentes políticos más importante que existe por estas tierras, me ha regalado una conciencia desde niña que de otra forma no hubiera poseído, y sus militantes son para mí vecinos, amigos, compañeras de juerga en muchos casos. Tengo un amigo muy querido desde hace 12 años, encarcelado a miles de kilómetros de su casa, y él es quien personaliza para mí el gran problema de la Dispersión, política penitenciaria española que hace cumplir condena a presos a tantos kilómetros de su casa que los familiares también cumplen condena por tener que gastar dinero, salud y tiempo todos los fines de semana para ir a verlos. En el estado español, por ley, el preso debe cumplir condena lo más cerca posible de su hogar, así que además, esta política es ilegal, y en la práctica, es una revancha y uno de los motivos del enquistamiento del conflicto basko.
Pero no puedo sentir como sienten ellos. Ni como se sienten mis hermanos abertzales ni cómo se siente el grupo social que ha sufrido las acciones armadas de ETA. Esta indefinición me aísla, pero me hace libre para sentir, pensar y escribir. Y sobre todas las cosas sobre las que podría reflexionar, le he dado muchas vueltas al tema de la violencia y las víctimas. Me ha costado tiempo vital llegar a estas conclusiones. Las lanzo desde aquí con todo mi amor.
La violencia como acción política de cualquier signo tiene como consecuencia directa la creación de verdugos y víctimas. Normalmente en la historia la violencia nace en el poder más fuerte para apropiarse de lo que posee la parte más débil. Este poder hegemónico puede apoyarse en minorías contra mayorías o ejercer la violencia directamente. Con su acción  el poder genera que personas sufran directa o indirectamente esa violencia. Y así es como aparecen las víctimas. Dentro de las víctimas existen personas o grupos más poderosos o mejor organizados que deciden entonces una reacción a esa acción violenta por parte del estado, la colonia o un ejército de ocupación. Y cuando comienzan con sus acciones, entonces en la parte del mayor agresor aparecen víctimas, y entonces el poder encuentra la mejor baza para perpetuar su lucha por los intereses del otro, y se convierte en víctima así mismo. Y apuntala a otras víctimas para que sigan siéndolo, porque esa realidad, ese victimismo, alimenta su lucha. Por su parte, los más débiles también se consideran víctimas, porque lo son. Pero de la víctima al victimismo hay un matiz que se atraviesa en este bando también.
Yo estoy harta del victimismo de los dirigentes del PP. Durante décadas se han escudado en que todo es ETA y en que contra ETA todo vale, para ir medrando en sus intereses económicos. Han potenciado asociaciones de víctimas de ETA, no tanto por empatía y solidaridad, sino para conseguir poder y, por tanto, dinero. Y han extremado las posturas, consintiendo actitudes de esas víctimas organizadas que si se dieran en caso contrario, se penalizarían. Estas víctimas pueden decir lo que quieren sin peligro de acabar en la cárcel, no como mis herman@s abertzales que disfrutan de, creo, la mayor facilidad política de acabar en la cárcel de toda la Europa occidental. Este victimismo instrumentalizado alcanzo su cénit con el mandato del mediocre Aznar. Es curioso cómo este hombre llego a presidente gracias a un atentado de ETA, y como terminó con su presidencia precisamente con otro atentado, un atentado que quiso adjudicar a ETA, en realidad una acción islamista por su decisión de participar con los anglosajones como primo pobre pero orgulloso de jugar en el equipo de los matones en la enésima guerra por el petróleo, un atentado que, sobre todas las cosas, generó una asociación de víctimas que rompieron con el discurso hegemónico victimista que la era Aznar había propiciado. Unas víctimas estas, por cierto, que no cuentan con la cobertura que las que repiten los slogans y valores que interesan al poder ultraderechista de mi estado postfranquista, y que incluso, a pesar de la barbarie que sufrieron solo porque ellos o sus familiares viajaban en un tren determinado, han recibido el veneno vertido por medios de comunicación de la onda azul. Porque abrieron el debate. Porque una víctima que no se engancha en el rencor y la revancha, sino que transforma su dolor en energía para el cambio social, es lo más revolucionario que puede existir en política.
En el lado abertzale también ha habido victimismo. Es normal, es un grupo social muy perseguido y machacado, a pesar de que la mayoría de sus gentes nunca ha cogido un arma. Pero tampoco lo comparto. En la cultura política posfranquista del limitado Aznar, tener los mismos objetivos políticos, la independencia baska en este caso, te convierte en lo mismo que alguien que decide coger las armas para conseguirlos. Y por eso son gentes perseguidas, que sufren acoso policial, que viajan kilómetros para ver a familiares y amigos sacrificando tiempo y dinero, y viviendo una experiencia que les aleja de la realidad de la inmensa mayoría de ese estado al que pertenecen en contra de su voluntad. Y yo, siendo vecina próxima, muchas veces he advertido que mi realidad y la suya tampoco es la misma. Que ponen más atención en la policía, que le tienen más miedo que yo, porque tienen más boletos para ser detenidos. Que tienen todavía más sentimientos negativos hacia la administración, lo cual mediatiza sus discursos, creando una cultura política extrema de buenos y malos, igual que el bando que les enfrenta. Ambos victimismos se cobijan en la legitimidad que el daño sufrido les da.
Sintiéndome fuera de este universo, siempre me llamó la atención el victimismo subyacente en ambas realidades, un victimismo que coge muchas caras y que percibo como algo muy importante para las personas implicadas en primera línea del conflicto. Pero los sentimientos que se generan en el proceso no son positivos, ni para las personas ni para la comunidad.  Y hay un victimismo que siento más cercano pero nunca pude compartir, y otro,  el que se empareja al poder, como puede ser en estos momentos el victimismo que puede mostrar Israel, que siempre me resulta vomitivo. Pero al final, ambos sentimientos de víctima beben de las mismas fuentes, la violencia recibida, el miedo, el rencor, la revancha, las historias e ideologías compartidas generación tras generación.
El victimismo es muy rentable por una cuestión principalmente. Te da el mejor de los argumentos para así mismo, usar la violencia. Si lo que me han hecho a mí es gravísimo y me convierte en una víctima desamparada y débil, a partir de ese momento, cualquier acción que lleve a cabo, estará justificada por eso que me hicieron. Y de esta forma, la víctima también se convierte en verdugo. Y el juego continúa, alimentándose de violencia este binomio de verdugo-víctima. Y hacen creer a la mayoría que también son víctimas, y una víctima regodeada consciente o inconscientemente en su dolor, no es el agente político más efectivo. Y este es uno de los cuentos más antiguos que la Humanidad nos llevamos contando durante siglos y conflictos diferentes.
Es muy burgués-emocional dejarse llevar por el rencor y aplicar el ojo por ojo, porque estos sentimientos se desatan naturalmente ante una injusticia recibida, es lo más fácil, lo más cómodo de sentir. Muy revolucionario es, sin embargo, superar el dolor individual o colectivo, el odio y rencor en un proceso humano muy duro, para conseguir tirar adelante a pesar del daño recibido. Estas víctimas se convierten en testigos excepcionales de los conflictos y, además de hacerlos avanzar, permiten que la ética evolucione, expandiéndose en leyes y conciencias. Transforman las energías negativas en otras energías más constructivas. Su paz interior tiñe de paz a los que asistimos de espectadores. Estas víctimas son guardianes de nuestra especie y representan el mayor nivel de humanidad que se pueda encontrar.
Yo no considero a mi pueblo una víctima. Y  no considero la política como un enfrentamiento violento, sino un juego de estrategia. Para mí un miembro de ETA no es una víctima, es un guerrero, igual que un madero no es un perro, es otro guerrero. Yo no soy, mujer, una víctima, sino una guerrera. Y por ser guerrera, no tengo verdugo, sino contrincantes. Y si hay bandos de guerreros, hay juego de iguales. La relación pasa de ser verdugo-victima, fuerte-débil, a otra de iguales. No somos víctimas, porque ellos tendrán los medios, el poder y el dinero, pero nosotras somos la gente, somos más y poseemos más poder que los que tenemos enfrenten. Porque nuestras vidas alimentan a nuestro enemigo, y porque nuestra acción política en la máxima unión que cualquier comunidad puede generar, es la mayor baza política que existe. Y si no conseguimos alcanzar nuestra máxima eficacia no es por nuestros contrincantes, sino por nuestra incompetencia para unirnos los máximos posibles. No somos víctimas, porque la razón de que no venzamos es responsabilidad nuestra, y eso, nos hace poderosas, porque si mía es la responsabilidad, en mis manos está el cambio que me lleva a vencer.
Julia Itóiz, La Chula Potra

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